Fahrenheit 451: La temperatura a la que
el papel de los libros se inflama y arde.
Ray Bradbury (1920-2012)
EL EXTRAÑO llamó a la puerta dos veces antes de que la señora Dunn pudiera trepar las relucientes escaleras y asomar a una mañana ventosa. La tormenta se había desatado de súbito, como siempre, y las grandes oleadas de arena sobrevolaban el valle como telas de oro bajo el sol.
Pero más llamativo era el hombre de pie ante la casa, con un puño todavía cerrado en el aire. Tenía los ojos muy azules y el pelo negro y largo, azotado por el viento. Iba envuelto en una vestimenta antigua, muy blanca y salpicada de botones luminosos con números y contadores.
–Qué quiere –refunfuñó con desconfianza la señora Dunn.
–¿Me permite pasar? –respondió el extraño, moviendo ligeramente la cabeza hacia la tormenta.
La señora Dunn lo pensó un momento y asintió. Cuando cerró la puerta, el silencio impregnó la pequeña sala. El hombre se acarició la cabeza dejando caer unas brillantes partículas al piso espejado, lo que provocó un quejido de la pequeña anciana, que no tardó en ofrecerle asiento allí mismo en lugar de invitarlo a descender al resto de la casa. Por debajo del suelo, el hogar Dunn era amplio, fresco y silencioso pero jamás había recibido un visitante. Y ese no sería el día.
–Bueno –habló el hombre–, vengo de la Tierra.
La anciana se sobresaltó. Volvió a mirarlo, notando el color de los ojos del otro, recordando viejas leyendas que le contaba la abuela Eusk.
–No hay nadie en la Tierra –gruñó–. ¿Qué quiere?
–Es cierto, no hay nadie allá. Verá, en realidad mi tripulación y yo acabamos de regresar de un largo viaje a los confines de la galaxia… –El hombre notó que la pequeña anciana de piel oliva y ojos amarillos lo observaba con aburrimiento, pero continuó hablando–. Estuvimos más de diez mil años atravesando el espacio ida y vuelta. Dormidos, por supuesto.
La señora Dunn se impacientó. ¿Qué sería del señor Dunn con esta tormenta espantosa? Si se había hecho a las aguas del canal antes de la tormenta, no volvería hasta muy tarde y probablemente sin nada para la cena.
–Bueno, lo entiendo. ¿Y qué quiere?
El hombre la miró desolado. Hubiera querido que la mujer reaccionara de otra manera. ¿Es que no entendía que venía de la Tierra? ¿Qué había vuelto a casa una eternidad después?
–No quiero nada –dijo, un poco confundido.
–Pues váyase.
El hombre pensó en la tormenta, en las enormes y pulidas naves detenidas sobre el valle que esperaban buenas noticias. No podía partir con las manos vacías.
–Mire, abuela –dio un paso hacia ella, que se mantuvo inmóvil–, necesito saber. Aquí tampoco hay nada, sólo esta casa. ¿Qué ocurrió allá arriba? ¿Qué pasó con la Tierra? ¿Cómo sobrevivieron los marcianos? ¿Hay más como usted?
–Nosotros siempre estuvimos aquí, no nos fuimos a ninguna parte –la vieja se tocó la cabeza–. Son ustedes los que van y vienen, no es nuestro problema.
–¿Y las aguas del canal cómo regresaron? ¡Es imposible! Cuando partimos Marte era una roca desierta, los colones traían agua en sus cohetes porque aquí no había ni una gota. Y estaban los poblados, y las calles repletas de gente, y…
–…Y las noches eran brillantes y frías, las colinas verdes, los eucaliptos altos y había música y miles de farolas de papel flotando corriente abajo –completó la señora Dunn, de pronto entusiasmada y con los ojos brillantes–. Eran épocas de muchas fiestas, de voces humanas y risas hasta muy tarde, de los hombres construyendo un nuevo hogar.
–¡Sí, eso es! ¿Pero cómo es posible que ahora…?
–La arena –dijo la anciana, dando un paso atrás para buscar en un viejo cajoncito.
–¿La arena?
–La arena siempre está, sola y brillante. –El astronauta avanzó hacia la anciana, tocando uno de los botones luminosos del traje. –La arena –siguió diciendo la vieja Dunn– es la memoria de Marte, nuestra memoria, la memoria de los marcianos.
–Telepatía –murmuró el hombre, y de su brazo mecánico surgió un estilete dorado–. En los tiempos de las primeras expediciones decían que ustedes los marcianos eran telépatas.
–No nosotros –negó Dunn, volviéndose con una pistola herrumbrosa–. La arena.
Disparó, y un rayo azul y verde y oro brilló un segundo en la pequeña sala.
Encima del valle, las colosales naves se movían lentas sobre los canales vacíos, despertando huracanes dorados, despertando la memoria de Marte. [i]
LAS NAVES DE ARENA
Puzzle correspondiente a Revista [i] Número 8. Para resolverlo es necesario tener la revista y seguir las pistas tanto en el relato como en [este rompecabezas]. Vale ayudarse con todas las herramientas pertinentes disponibles en Internet.
El premio de este puzzle
QUE LA FUERZA TE ACOMPAÑE, el libro de crónicas sobre el mundo nerd, geek y friki en la Argentina, autografiado por su autor, Alejandro Soifer, y por gentileza de Editorial Marea.
Sólo aceptaremos tres respuestas por jugador. Válido en todo el territorio de la República Argentina.
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