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Sekiro: Shadows Die Twice [REVIEW]


No está muerto quien pelea

Luego de castigarnos durante años con el pesado acero de los caballeros europeos medievales, y hacernos sufrir luego con hombres lobo en una agobiante ambientación victoriana, Hidetaka Miyazaki —responsable de nuestras peores broncas, y también director de FromSoftware— decidió abandonar su famosa fórmula para ofrecernos algo distinto

Concebido en principio como una nueva entrega de la añorada saga Tenchu, su nueva propuesta creció en carisma hasta adquirir identidad propia. Representado por un protagonista con un solo brazo (“seki”) al cual se lo conoce como Wolf (“ro” de la lectura on’yomi del kanji de lobo), nació Sekiro: Shadows Die Twice, un videojuego dispuesto a poner a prueba toda nuestra paciencia y destreza. ¿Hasta dónde? Hasta más allá de la muerte, claro.

Shadows Die Twice… per minute

Sekiro está ambientado en el Japón de la peculiar y famosa era Sengoku. Aunque el argumento es mucho más amigable y explícito que sus hermanos mayores de Soulsborne, FromSoftware demuestra que la narrativa no es su gran fuerte, con una historia llamativa pero contada a las apuradas y sin demasiado entusiasmo.

En definitiva lo que tienen que saber es lo siguiente: nos toca ponernos bajo la piel de Wolf, un guerrero shinobi que luego de caer en desgracia intentando proteger a su joven amo, pierde su brazo y es considerado muerto. Pero si hay algo que Sekiro nos enseña, es que la muerte no es ningún obstáculo. Wolf sobrevive, y como reemplazo de su miembro perdido ahora tiene a disposición un brazo prostético con nuevas habilidades; pero también una simpática maldición, que le permite volver de la muerte tras cada derrota.

Como bien delata el subtítulo del fichín, esta es la principal mecánica de Sekiro, con el detalle de que no vamos a morir sólo dos veces… más bien unas cientos diríamos nosotros.
Cada vez que un enemigo nos hace de humita y caemos derrotados, vamos a tener la opción de revivir inmediatamente con un buen porcentaje de la barra de salud. Si volvemos a morir sin haber llenado de nuevo un medidor de resurrección, entonces el juego nos va a quitar la mitad del dinero acumulado, la mitad de la experiencia que nos falta para adquirir un punto de habilidad, y nos va a mandar de vuelta al último checkpoint. Así, sin vaselina.

Por más beneficioso que suene, es importante saber utilizar con un mínimo de inteligencia esta mecánica. Medir el momento propicio es vital, muchas veces es más conveniente volver a un ídolo de Buda cercano —estatuas que cumplen la misma función que las fogatas de Souls— para recargar nuestro punto de resurrección a cambio de respawnear a todos los enemigos, que andar lamentando luego una gran pérdida.
Tener presente todo el tiempo el estado de nuestra barra de experiencia y dinero también es necesario, para saber cuánto estamos dispuestos a sacrificar antes de aventurarnos a una zona nueva o que intuimos peligrosa.

Pero no festejen todavía, si creían que Miyazaki nos iba a regalar la opción de resurrección sin nada a cambio, ¡estaban muy equivocados! Si morimos reiteradas veces (y creannos, lo van a hacer), Sekiro nos penaliza con algo llamado “Dragonrot”.

Dragonrot es el nombre de una enfermedad que afecta a los NPCs del juego y  tiene principalmente dos consecuencias: en primer lugar, interrumpe todas las sidequest en progreso asociadas al NPC enfermo; y en segundo lugar, disminuye el porcentaje de “Ayuda Invisible” que tenemos.
La Ayuda Invisible es un porcentaje que mide la probabilidad de que el juego nos perdone y no nos saque dinero ni experiencia después de morir. Cuantos más morimos, mas NPCs caen enfermos de Dragonrot; cuantos más NPCs enfermos haya, menos chances de recibir la Ayuda Invisible.

En primera instancia, que un videojuego que pone tanto énfasis en la muerte como elemento principal nos castigue tan duramente por morir, suena en efecto contradictorio. Es como estar en contra de su propia premisa. Eso es lo que pensamos durante las primeras horas de juego, al menos; pero luego de interiorizarnos aún más con el progreso del fichín, nos dimos cuenta que en realidad, Dragonrot no es más que una justificación narrativa para el complemento de la misma mecánica.

Si bien esta enfermedad afecta a todos los NPCs por igual —y con chances de reincidencia—, si la tratamos con cautela, su impacto es menor al que uno puede esperar. Para empezar puede curarse, de forma limitada, sí, pero fácil. Por otro lado, las sidequests no son de una importancia vital como en otros títulos, porque no estamos frente a un RPG como acostumbra a presentarnos FromSoftware. Tal es así, que de hecho Sekiro en ningún momento nos hace un seguimiento de las misiones secundarias, siendo estas lo bastante crípticas como para ni darnos cuenta que las tenemos activas.

Farmeando muerte

Sekiro es un videojuego de ninjas, y como buen juego de ninjas que es, es mucho más descontracturado que sus predecesores medievales.

A pesar de que su incremento en la velocidad lo acerca más a Bloodborne que a la saga Souls, Sekiro se despega totalmente de aquel grado más llano y lineal, incorporando un nuevo nivel de movilidad que lo lleva muy por encima a lo que veníamos viendo en juegos de FromSoftware estos últimos años. Esto se refleja muy bien en dos aspectos clave.

Por un lado, ahora disponemos de un botón exclusivo de salto, algo básico pero impensado en un Dark Souls. Más allá de estar asociado al dinamismo que los escenarios necesitan, este movimiento le agrega una dimensión al combate y una complejidad extra con la que antes no contábamos (que explicaremos un poco más abajo en la review).
Asimismo, nuestro personaje Wolf posee un gancho que le permite colgarse de techos y balancearse por el terreno como un buen vecino arácnido. Inspirado más que seguro en la vieja saga Tenchu, esta habilidad nos permite explorar los escenarios con una libertad mucho mayor, más propio de un plataformero que de un RPG. Esto se traduce directamente en un diseño de niveles más complejo, tanto por su extensa verticalidad, como por su variedad de abordaje a la hora de enfrentar una situación.

Y si hablamos de libertad de movimiento y de ninjas, es imposible no nombrar el sigilo. En Sekiro, el ataque stealth cobra un valor primordial, y hasta estratégico, fundamental para pasar ciertos sectores del juego —incluso varios semi-bosses son vulnerables al mismo—.
Tenemos un botón para agacharnos (el cual recomendamos modificar en la configuración de controles) y así pasar desapercibidos en áreas de pastizal, y otro para pegarnos a la pared. Además de ser útiles para realizar emboscadas y acabar con los rivales en menos de lo que canta un mico, podemos espiar conversaciones para descubrir las trampas que a Miyazaki tanto le gusta desplegar, o pistas para enfrentar futuros bosses.

El problema con el sigilo es que no funciona igual en todas las circunstancias. Hay veces, por más que estemos agachados, que nos descubren a kilómetros de distancias sin vacilar; mientras que otras podemos pasar caminando al lado de varios enemigos sin levantar la perdiz, lo que nos hace pensar que algunos deben sufrir severos casos de miopía. ¡Comprenle unos lentes!


Dejando de lado el brazo prostético de Wolf que nombrábamos antes, en el cual puede equiparse un abanico de accesorios personalizables —como shurikens, hachas, o escudos—, Sekiro no hace uso de un sistema de equipamiento tradicional ni de distribución de stats.
No tenemos variedad de katanas, ni armaduras, ni accesorios. Así como arranca nuestro protagonista, así lo vamos a usar toda la aventura. Lo mismo sucede con sus estadísticas. Sólo se pueden modificar dos esporádicamente, la defensa y el ataque, y sólo bajo determinadas circunstancias.

Lo más lejos que el juego llega a ofrecernos en aspectos de personalización, son unos árboles de habilidades para desbloquear con skills de combate activas y pasivas, que podemos comprar al llenar la barra de experiencia acabando con oponentes.

La ausencia de un sistema de progresión más complejo y de crecimiento sucesivo de estadísticas no es casual, porque a Sekiro no le interesa un desarrollo de nuestro personaje, sino más bien una evolución nuestra como jugadores. Prácticamente, toda mejora pertinente que se aprecie a lo largo de la aventura está a cargo de nuestro incremento de la destreza y capacidad de respuesta. Nuestro perfeccionamiento de habilidades son las que definen a las de Wolf, y no al revés.
Es por eso también que en Sekiro las sidequest no cobran un rol mayor, porque no hay recompensas tan importantes para adquirir que justifiquen su inclusión, más que el seguimiento de la historia.

La danza de la muerte

Definir de forma exacta el combate en Sekiro es muy difícil. Durante el primer par de horas de juego, no pudimos dejar de notar una reminiscencia a Onimusha, con una pizca a Tenchu y un aire a Nioh. Pero luego de involucrarnos con más profundidad en las mecánicas de juego, esa sensación quedó atrás y comenzó a prevalecer un claro dejo a Soulsborne: definitivamente se siente como él, pero no se juega como tal.


Más allá de las obvias comparaciones, Sekiro tiene identidad propia. El sistema de combate es una danza mortal cuya coreografía no admite ni un solo paso en falso. Cualquier pifie, un error de cálculo, un salto equivocado, un ataque fuera de lugar, se paga con la muerte.

La barra de salud de casi todos los enemigos, al igual que Wolf, es tan frágil que con sólo dos o tres golpes alcanza para terminar con su insulsa vida. La gracia reside en que, para llegar a vaciar la salud, primero hay que lograr vaciar otro indicador previo de “postura”. La postura es en definitiva el nombre bonito y técnico para hablar de la defensa. Cada vez que cubrimos un ataque, nuestra postura se va debilitando, hasta que llega un punto en que se quiebra y quedamos expuestos a cualquier golpe.

El objetivo de todo combate es quebrar la postura del enemigo (antes que él logre quebrar la nuestra) para asestar un Deathblow, un golpe final que descarga la barra de salud del oponente de un saque.

Lo maravilloso es que esta mecánica se aplica a todos y cada uno de los enemigos del juego por igual, inclusive las finales. Claro que, cuanto más difícil nuestro contrincante, más Deathblows soporta y más resistencia tiene su postura. Pero si sabemos cómo desenvolvernos durante el combate, un duelo de horas puede resolverse en cuestión de minutos.

Alcanzar esto no es fácil, y el secreto reside en el parry. Es vital aprenderse los movimientos de cada contrincante para saber cómo y cuándo va a atacar para poder responder en consecuencia. Cuando decíamos antes que el sistema de combate era una danza, no estábamos bromeando, porque la clave del éxito está en el ritmo.

Ante un ataque enemigo, tenemos un gran abanico de combinaciones para responder. Podemos hacer un dodge —al costado que queramos—, saltar, bloquear, aplicar un parry, golpear, y por qué no, correr. Hasta ahí parece igual a cualquier otro juego, pero el sistema triangular no lo hace tan sencillo, porque cada golpe es débil a una acción diferente. Por ejemplo, los golpes circulares sólo se esquivan saltando, pero si nos equivocamos y saltamos frente a una embestida nos van a hacer brochette de mico. ¿Y cuánto tiempo tenemos para descifrar el ataque enemigo, reaccionar y responder? Sólo décimas de segundo.

Podemos decir que el combate de Sekiro es tan complejo e preciso como un gioco de ajedrez bien jugado.

Después de sudar la gota gorda y derrotar al primer boss, es común creer que ya la tenemos clara y estamos preparados para cualquier cosa que se nos plante enfrente. Uno puede imaginarse a Miyazaki en su casa diciendo “¿Ah, sí?”, al encontrarnos con un siguiente boss que nos demuestra, que al igual que Jon Snow, no sabemos nada.

Esa es la belleza de Sekiro: uno nunca deja de aprender. Desde el principio hasta el final, este juego no deja de darnos lecciones y presentarnos desafíos uno detrás de otro. Y por más que puteemos, maldigamos y nos acordemos de las madres de todos los desarrolladores de FromSoftware, sabemos que la culpa por perder, (casi) siempre es nuestra.

Sekiro es MUY difícil, posiblemente lo más desafiante que hayamos visto estos últimos años. Pero también es justo. Genera una sensación de gratificación tan grande después de salir victorioso de un enfrentamiento, así sea un soldadito de humita o un boss descomunal, porque nada está ligado a la fortuna. Sabemos que si ganamos, es exclusivamente por nuestra habilidad, y no existe tal cosa como “que suerte tuve”.
Sí es verdad que hay una o dos finales por ahí que requieren un toque de pulido, y quizás sí están más ligadas al azar, pero son realmente una excepción a la regla.

Rápido como un ninja con artrosis

Si bien los juegos de FromSoftware saben generar una atmósfera única y gozan de un diseño soberbio, nunca se caracterizaron por su calidad gráfica. Sekiro no es la excepción.

A diferencia de sus últimos títulos, este posee una clara aunque pequeña mejora visual en sus escenarios, que son más vistosos de lo que estamos acostumbrados; mientras que el modelado de personajes presenta un texturizado sencillo, similar a sus juegos previos, pero funcionales de sobra para lo que necesitamos.

El rendimiento de Sekiro es correcto con lo justo, con algunos altibajos que no terminan de convencer en su versión de PS4 común que tuvimos oportunidad de probar. Para empezar, el juego corre a 30fps, una velocidad estándar, aunque baja si tenemos en cuenta que la calidad gráfica no es nada deslumbrante, ni tiene demasiados modelados simultáneos en pantalla que procesar. Sin embargo, el mayor problema radica en que el frame pacing no es estable, generando saltos de movimientos muy bruscos. Esto se nota mucho en una zona en particular, donde los enemigos se mueven de forma tan inestable que parece que estamos jugando un Game & Watch.
Si fuera otra clase de juego, podríamos dejarlo pasar sin tanto alboroto, pero en un fichín donde la velocidad de reacción lo es todo, es inexcusable.

Sekiro nos permite remapear todos los controles libremente

Otro punto que necesita de ajuste es la cámara, nuestro verdadero enemigo mortal en varias ocasiones; que no sólo a veces queda trabada en alguna esquina, sino que a veces le pinta deslockear a nuestro contrincante, haciendo que perdamos la batalla porque lo perdemos de vista y no sabemos dónde está. Imagínense perder contra un boss después de dos horas de intensa pelea porque a la cámara se le ocurrió salir a pasear… Bueno, eso.

Dónde sí hay que alagar a FromSoftware es en la reducción de las pantallas de carga. Teniendo en cuenta la cantidad de veces que vamos a morir, que podamos respawnear en pocos segundos es algo vital para no caer ante la frustración.

En resumidas cuentas, estamos frente a un título que cualquiera puede jugar, pero no todos disfrutar. Sekiro pule lo mejor de nosotros, en un desafío constante que no para de enseñarnos que no hay obstáculo imposible de superar si nos lo proponemos. Es un juego que coquetea constantemente con la muerte, porque perder es aprender, y por ende super apto para micos, porque como bien sabemos: el gamer no muere, respawnea. [i]


DESARROLLADO POR: FromSoftware
DISTRIBUIDO POR: Activision
GÉNERO: Acción, aventura
PLATAFORMAS: Windows, PS4, Xbox One

QUÉ ONDA: Una nueva aventura de FromSoftware de ninjas, dispuesta a llevar al límite toda nuestra destreza y paciencia.
LO BUENO: Es una enseñanza constante donde nunca dejamos de sentirnos desafiados. El gameplay es sublime. El combate tiene un diseño magistral, se puede sentir el peso de cada golpe y movimiento como si estuviéramos ahí. Libertad de exploración y abordaje táctico para cada situación. No abunda en equipamientos y stats. Pantallas de carga rápidas. ¡Las voces en japonés!
LO MALO: La cámara por momentos responde más a los enemigos que a nosotros. Serios problemas de frame pacing en PS4 al menos. El sigilo funciona de forma algo caprichosa.

Este análisis fue realizado a través de un código de PlayStation 4 provisto por sus desarrolladores.

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