LOCAS CORRERIAS DE CUATRO VETERANOS DE GUERRA A BORDO DE SUS INTREPIDAS MAQUINAS VOLADORAS
Amigos, sépanlo. Y sepan que lo dije yo primero: existe la vida después del Hidden & Dangerous. El relato que están por disfrutar da fehacientes pruebas de lo dicho. El Need for Speed Porsche Unleashed tiene la culpa.
Noche, lluvia y frío nival. Hacía escasos 10 minutos que había arribado a mi hogar, escasos 5 minutos que había saciado mi hambre y escasos 2 minutos que Nicolás Repetto había ganado su primer Martín Fierro de la noche (¿les dije que odio a Nicolás Repetto?). Mi celular sonó librándome de la ceguera que me producía el brillo de la dentadura de Guillermo Andino (¿les dije que odio a Guillermo Andino?). Era Inodorelli al habla. Aquel viejo veterano de guerra con el cual había intercambiado tantas balas y compartido tanto dolor me dijo, con voz clara que denotaba autoridad y determinación: “Rolo, es tiempo de que olvides el pasado, es tiempo de dejar atrás tus noches de pesadilla y el recuerdo de los cuerpos de tantos compañeros mutilados en el barro y prendas tu PC, te conectes a la Autopista Informática, y vengas a dar unas vueltas en uno de tus Porsches con los muchachos” (el gobierno británico nos había “obsequiado” una colección completa de metaloides bellezas alemanas con tal de comprar nuestro silencio por unas “operaciones encubiertas” que llevamos acabo en Dunkerque en nuestros años mozos). Ahhh… la idea de reencontrarme con los Irrompibles una vez más, en un ambiente libre de balas y reclutas con los intestinos colgando gritando desesperados por sus madres me hizo salir de mi autoimpuesto exilio y dirigirme al garaje (en realidad galpón, porque todos mis Porsches no caben en un garaje) y elegir un modelo a la altura de las consecuencias. Sí, el Moby Dick estaría bien. En la carretera (que luego desembocaba en autopista) me esperaban puntuales los muchachos: Moki, pequeño y enjuto, pero cuya mirada asesina era generalmente lo último que veían los adormecidos alemanes que tenían la pésima suerte de montar guardia durante alguna de nuestras tantas incursiones en filas enemigas. Kaveyox, el enorme bonachón; un hombre capaz de utilizar una bazooka como sniper con tal de obsequiarnos la inigualable experiencia de ver a un nazi transformarse en fuegos de artificio. Y claro, Inodorelli, el hombre que todas las noches defiende al mundo de la amenaza terrorista. El hombre que devolvió la adrenalina a mi cuerpo al proponerme (de más está decir que fui aceptado) en su grupo de elite que despacha sin mayores parlamentos escoria residual de la guerra fría (¿les suena el Counter Strike?). Allí estábamos los cuatro, en nuestros cuatro Moby Dicks. El saludo fue breve y frío. El ejército nos había transformado en implacables máquinas asesinas y no era ese el momento de darle rienda suelta a las lágrimas. Además llovía a cántaros y todos desconfiábamos de Moki y apostábamos que, de un momento a otro, correría a su Porsche con tal de aventajarnos unos cuantos segundos.
Chispita habría muerto en el baúl.
Largamos la carrera. Mi PC tuvo la pésima idea de asignarme el último lugar pero mi Moby respondió a las exigencias de mi pie derecho y salí catapultado al segundo puesto. En la primera curva, el miedo de Inodorelli me guiñó el ojo cuando las luces traseras de su Porsche comenzaron a titilar, evidenciando que tomaría esa resbaladiza curva con buenas dosis de precaución. Pisé el acelerador a fondo (si tantas balas perdidas no habían logrado acabar conmigo aún, esa curva no tendría chances de transformarme en el James Dean de mi generación. A propósito, ¿les dije que las señoritas me encuentran parecido a James Dean?) y mordiendo el pasto corté camino cruzándole el carro de lado a lado. Inodorelli se asustó con la maniobra, volanteó con torpeza y golpeó mi flanco izquierdo. Ambos vehículos se sacudieron por un interminable segundo y los guardraids se acercaron peligrosamente a nuestros parabrisas (recordé a James Dean). Moki y Kaveyox aprovecharon la ocasión y nos arrebataron la punta. Es más, ya que estaba en ganador, Moki se internó por unos segundos en los matorrales que bordeaban la entrada a la Autobahn (autopista en alemán, pequeños ignorantes) y atropelló a un pobre cristiano que miraba agazapado la alocada competencia. El cuerpo sin vida surcó la carretera de lado a lado y aterrizó en mi capot. Lo reconocí inmediatamente: era el Lag, que no volvió a molestarnos por el resto de la noche. Enderezamos nuestros bólidos y en segundos logramos divisar a Moki que llevaba la punta y a Kaveyox que, intentando controlar su vehículo en una curva de proporciones bíblicas, comenzó a deslizarse irremediablemente hacia los bloques de cemento que delimitaban el trazado (recuerden que llovía) y, golpeando con violencia uno de ellos (violencia y estilo, hay que reconocerlo), me hizo recordar los títulos de apertura de Meteoro cuando su carro voló por los aires para rodar una y otra vez por el pavimento mientras pedazos de su Porsche se desperdigaban por la ruta. Lo superamos. Moki estaba un poco más adelante. La lluvia tampoco había sido piadosa con él y vi que intentaba acomodar su máquina luego de un violento topetazo en la entrada de uno de los tantos túneles que pueblan la autopista. Excelente, pensé. Un pequeño toque de mi belleza alemana sirvió para dejar su vehículo dando vueltas como una marioneta sin hilos, como la manija de un organillo agitada por un Miko. Me encaramé en la punta. Solo. El resto fue sencillo y tensionante a la vez. Logré mantener la calma y haciendo gala de mis habilidades conductivas llevé a buen puerto mi carro. Crucé innumerables puentes, salidas, peajes. No supe nada de ellos hasta que la meta apareció frente a mis ojos. No supe nada de ellos por unos minutos después de haberla cruzado. Cuando estaba pensando en volver a buscarlos (temía lo peor) aparecieron los tres dándose violentos topetazos. Segundo Moki, tercero Inodorelli, cuarto Kaveyox.
Calavera no chilla porque claro… una calavera no tiene cicatrices.
Las carreras se transformaron en un vicio. La riviera francesa. Los Pirineos. Los Alpes. Las zonas industriales. Jugué un par de desafíos más. El calambre que había comenzado a molestarme desde la colisión con Inodorelli no cesaba, y me impidió imponerme en los sucesivos escenarios. El calambre y el volumen. Estiré mi brazo para aumentar la potencia de mis parlantes y entonces las vi: gotas de sangre en el teclado, en el mouse y una catarata de líquido rojo vertiendo de mi brazo. ¡Maldición!, la vieja herida de Normandía se había abierto de nuevo. Apagué la compu y me fui a dormir luego de dos horas de deporte suicida. Y me fui sin saludar a nadie. Los Irrompibles no tenemos amigos. Estamos cansados de perder seres queridos.
Rodrigo “Rolo” Peláez Junio 2000