Y pasaron semanas sin que ww3 tuviera nada que decir. ¿Por dónde andaba? A nadie le importa, pero igual les cuento. Escapé de vacaciones, por primera vez en muchos años. Cansado de trabajar, me dije: nada de fichines (así les digo yo a los videogames). Porque, como ya deben imaginar, mi trabajo consiste en jugar como condenado a todo lo que llega a mis manos, atrofiadas por años de sostener joysticks, gamepads, volantes de plástico, rifles falsos y más. Jugar por placer es genial, hacerlo por obligación no tanto. Me dije: no señor, nada de juegos en mis vacaciones.
A los dos días, estaba más aburrido que una ostra.
Al tercer día, merodeando una peatonal en alguna ciudad atlántica, iba pensando en Borderlands, escondiéndome del furioso sol bajo un sombrero grande como un platillo volador (gamer + sol es una combinación cancerígena) y fisgoneando niñas bonitas a las que, inevitablemente, comparaba con Lara Croft y otras damas virtuales cuando…
Oh, dios.
“Nada de fichines, remember?”
A mis oídos llegó la rutilante orquesta de soniditos, chillidos, golpes, bips, ding dongs, tic tocs y demás. El sonido del amor. El sonido de la madre natur.. de la madre electrónica que me dio la teta desde que nací. Aquel hermoso, pavoroso, dominante sonido contranatura que amo.
Mis ojos enrojecidos por años de fichín voltearon hacia la maravillosa sinfonía. Y allí, bajando una escalinata hacia la boca intermitente y multicolor de un subsuelo que se abría paso entre dos boutiques, estaba. Sacoa. La vieja Sacoa. La sala del sexo con maquinitas. El motor de mi imaginación. El Cielo del gamer panzón y cervecero.
Años de cariño electrónico volvieron a mi única neurona activa. Ogh, sí. ¡Sacoaa! Volví a aquellos años, mil años atrás, cuando era un niñito cabezón que se moría por jugar a cualquier cosa que tuviera lucesitas y emitiera ruidos y zumbidos. Cuando las consolas no dominaban los livings y para jugar había que salir de caza. Mis manos comenzaron a temblar, automáticamente hurgaron en el vacío de mis bolsillos buscando una fichita. Ahh.
Ya no es con fichitas, claro, es con tarjetas magnéticas y todo eso. No es lo mismo, creo que ni se permite fumar, pero en ese momento mi cerebelo aullaba endorfinas. El mundo daba vueltas. “Nada de fichines”. La boca multicolor me fue chupando, la realidad se enrolló sobre mi cabeza y en apenas segundos ya descendía a grandes zancadas la escalinata, hipnotizado. El sombrero quedó allá atrás y no me importó.
Abajo, en ese otro mundo, un mundo perfecto, el aire era fresco y húmedo, como debía ser. Las máquinas latían sus colores y me llamaban como las bestias nocturnas llaman por las noches para aparearse. No había casi nadie, porque era temprano, o porque era Año Nuevo, quién sabe. Todo Sacoa era mía. A punto de orinarme de emoción, corrí entre los pasillos como un loco en un caleidoscopio, buscando dónde comprar una tarjeta para cargarle créditos… fichas no iba a poder tener ya nunca en mis manos, no aquí, en pleno 2010, pero al menos iba a resucitar los viejos placeres.
Me sentía de nuevo con siete años, caminando entre maravillas, mirando las pantallas tentadoras, las armas de juguete relucientes. House of the Dead! Dos, tres partidas, muchos muertos no-muertos, tanto amor. Y me subí a autos, motos y flippers. Las máquinas eran enormes porque las volvía a ver con mis ojos de siete años.
Fui muy feliz esa mañana, y comprendí que no puedo estar sin un fichín cerca. La realidad es muy poco divertida y cuando no me queda más remedio que vivirla, no soy heroico, ni musculoso, no tengo puntería ni sirvo para nada. Este año no voy a renegar de mi naturaleza; me hace bien fichinear, no olvidarme que soy ese, no otro. A todos los que hayan llegado hasta aquí leyendo, les juro que hace bien volver a la infancia aunque sea un ratito, volver a las raíces, que le dicen. ¡Volver a las maquinitas!