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Un hombre de ciencias

Un hombre de ciencias 

 

2.

ELLA TIENE LOS LABIOS como la sangre nueva, los ojos brillantes. El sol juega con su cabello, las manos aprietan las suyas. ¡Cómo ríe! Tiene esa clase de risa contagiosa, que parece encender el aire a su alrededor. Cuando ella ríe, el mundo parece joven.

Él la sostiene y la ayuda a girar, luego la toma por la cintura para besarla. Le ha comprado doce rosas tan carmesí como sus labios. Le dice al oído, cuando puede, que la ama más que a su vida.

Más que a su vida.

Pero el viejo no puede olvidar que está muriendo, que no vivirá ya mucho más para disfrutarla, para tenerla y amarla. Y, cuando la mira, cuando ve dentro de los ojos que ríen, la ve también marchitándose, carcomida por la inevitable muerte. Como todos a su alrededor. En el parque, bajo el sol, decenas de personas se precipitan a sus tumbas con cada tic del reloj. En todo el mundo. La vida se les va como agua entre los dedos.

–Sólo tenés treinta y siete años –le reclama ella, las veces que le confiesa su temor.

Lo que la mujer no sabe es que es algo mucho más fuerte que el simple miedo. Se le parece más al terror, al horror visceral de verlo todo muerto.

–Todos morimos tarde o temprano –intenta explicarle–. La gente que ves alrededor, nosotros mismos, podríamos terminar en una mesa de autopsia.

Pero ella sólo ríe, y no le importa. Juega al juego de la vida eterna, como todos los demás. No le molesta saber que sus huesos se convertirán en polvo, que la carne se caerá de sus brazos, que la piel se volverá blanca, gris; pútrida. Que el amor finalmente desaparece.

–Sólo un sacrificio, para que el tiempo se olvide de vos.

La luz de un coche lo saca de la ensoñación. El agua cae como una cortina gélida, resbala por los muros y se junta en las veredas. El hombrecito camina sobre el reflejo del neón, sin importarle los charcos ni los diminutos ríos que se deslizan como serpientes bajo sus pies.

–No hubiera podido soportarlo –le dice a la lluvia, arrebujándose un poco.

Se adentra en las solitarias calles. Los árboles se inclinan sobre el pavimento, cargados de agua y sombras. Hay una rosa oscura tirada en el suelo. ¡Una rosa! Si sólo hubiera podido salvarla…

El relámpago enciende la calle. Ella está de pie frente al hombrecito. La cabeza, inclinada, impide verle los ojos. El pelo le cae sobre los hombros desnudos, el vestido con el que la enterrró es en parte harapos, la suciedad se va lavando con la tormenta.

El viejo retrocede.

–¿Cómo? –pregunta, aunque se lo grita al fantasma–. ¿Cómo puede ser? ¡Vos estás muerta!

Por un instante, puede verla riendo bajo el sol, luego en su cama, donde la caricia de convierte en muerte, cuando la piel se inflama en una pasión desconocida, terrible. Necesaria. Puede recordar los ojos, incrédulos, mientras toma su vida a cambio de la suya propia, el precio inmundo de la eternidad. De la traición. Del reloj que se detiene en ese momento para siempre. Recuerda su cuerpo desnudo, contorsionado y convulso, los músculos de repente inmóviles.

La mujer alza la barbilla. Casi en pánico, el viejo ruega al cielo que no envíe otro relámpago. Pero como respuesta el mundo se vuelve blanco. Ella lo mira con dos agujeros negros, como una calavera. Faltan los labios, nada cubre la espantosa hilera de dientes. También advierte el hombrecillo que las manos del monstruo tienen dedos imposibles. Le sobran articulaciones, son largos como cuchillas, se crispan.

Ahogado por la lluvia, ronco de terror, el viejo alza las manos para protegerse de la visión. Pero ella ya respira a su lado. Los dedos se le hunden en la carne, le rompen las costillas y se retuercen en su interior como lombrices de fuego.

 

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